Arquitectura de Shanghai
Jul 16 2009

Arquitectura de Shanghai

Cae la noche en el Bund de Shanghai y el enorme malecón junto al río Huangpu está, como siempre, atiborrado de turistas perseguidos por todo tipo de vendedores de comida, gadgets con lucecitas de colores o cometas que hacen volar con una maestría después difícil de imitar. Desde un restaurante cubano a pie de río, se ven encenderse las luces de los rascacielos del Pudong y los barcos-anuncio iniciar su marcha río arriba y río abajo con sus grandes pantallas escupiendo publicidad.

Enfrente, La Perla de Oriente, una divertida torre de televisión salida de un cómic de los años cincuenta que desde 1995 es uno de los emblemas del desarrollo urbanístico de la ribera este del río, hace veinte años, una zona industrial llena de barrizales. Pese a no gozar del respeto de los críticos, esta entrañable torre es uno de los principales atractivos de la gigantina y un tanto desolada área de Pudong, llena de grandes edificios de oficinas y de hoteles colocados en la ribera de manera un tanto caótica.

Cuesta entender, por ejemplo, cómo teniendo un edificio tan bello y esbelto como la torre Jin Mao, un rascacielos que alude en su forma a las tradicionales pagodas pero sin la tematización chinesca que corona muchos de los nuevos edificios del país, se haya consentido que su silueta casi esté desapareciendo del skyline que se aprecia desde el Bund, perdido como está entre una abarrotada superposición de otros rascacielos anodinos. Pero, en fin, nada más llegar a Shanghai es fácil darse cuenta de que allí no rigen los conceptos urbanísticos occidentales, en parte porque los conceptos son otros y en parte porque seguramente el crecimiento ha sido tan rápido que no han tenido tiempo de ordenarlo. Justo debajo del mirador turístico, en el piso 87 del Jin Mao, hay un bar en el que sirven unos estupendos cócteles con vistas aptas sólo para personas sin vértigo. Hasta hace menos de un año era el edificio más alto de China, pero el pasado agosto le superó su vecino, el SWFC, un centro financiero también de diseño estadounidense que tiene forma de abrelatas.

Pero poco atractivo hay en Pudong más allá del cóctel y del, este sí imprescindible, viaje psicodélico en el túnel subterráneo (que se pasa en cabinas como de teleférico) que lleva al visitante a la otra orilla del río como si se hubiera montado en un futurista tren de la bruja. La vida está en el Bund, también conocido como Waitan, y más allá.

Los edificios coloniales que bordean la orilla noble de la ciudad dan cuenta de su pasado cosmopolita y algunos, como el del Bank of China o el Peace Hotel, construidos ambos en los años treinta, consiguen aunar el estilo ecléctico occidental con la tradición china en algunos detalles de acabados. Shanghai, de hecho, ofrece un festín de arquitectura por la mezcla de estilos e influencias que ofrece, eso sí, de manera desordenada y casi superpuesta.

A ratos parece Nueva York, otras Tokio, algunos barrios son típicamente chinos y otros, los reconstruidos, tópicamente chinos. Se sale de un mercado de viejo con supuestas (nunca se sabe) reliquias de la revolución maoísta y, junto a las cañas en las que alguien ha tendido la ropa entre dos farolas, aparece un magnífico teatro art déco que parece haberse conservado milagrosamente. De repente uno busca la casa del primer líder de la República china, Sun Yat Sen, y el camino para llegar a esta especie de cottage europeo con jardín y dos plantas tiene que atravesar el denominado barrio francés, una delicatessen en la que es fácil encontrar clubes de jazz o refinados restaurantes con perfume parisino en los que incluso se sirve vino español. En la otra punta, en el popular barrio arrabalero cercano al puerto lleno de tiendas como las que aquí hay también a cien, los puestos de comida callejera conviven con ostentosos restaurantes cuyas puertas están flanqueadas por peceras llenas de tiburones (de los grandes) esperando para entrar a la cazuela. Lo mismo hay un barrio de artistas en una zona industrial que en el histórico distrito de Doulun, lleno de galerías, museos y esculturas dedicados a las glorias literarias de la ciudad y antiguas casas de madera tradicionales.

En la Plaza del Pueblo, lo que antiguamente fue un hipódromo reservado sólo para la colonia extranjera, una autopista casi sobrevuela el icónico nuevo edificio del Museo de Shanghai, cuya forma remite a una vasija de bronce (ding) cuyo original, del siglo X, forma parte de sus impresionantes colecciones. Tan grande es la ciudad, 20 millones de habitantes, que la enorme maqueta de cómo será la ciudad en 2020, instalada en el Shanghai Urban Planning Exhibition Center, ocupa toda una planta y es casi imposible abarcarla con la vista. Allí, el turista comprende que por mucho que corra nunca podrá ver ni una décima parte de esta metrópolis llena de tesoros arquitectónicos ocultos que el próximo año -hay un contador en la Plaza del Pueblo que va restando los días que quedan- dará otro gran salto con una Exposición Universal. Una muestra en la que los países competirán para ver quién hace el edificio más bonito, más sostenible o más espectacular. Gane quien gane, Shanghai se llevará el premio.

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